¿Existe la nueva normalidad o estamos frente a la vieja normalidad con ropas y exclusiones nuevas?

¿Existe, en verdad, algo que podamos llamar “la sociedad del día después de la peste” (al mejor estilo de La Dimensión Desconocida), o esa es otra falacia para confiscar las relaciones sociales y con ello robarse el cuerpo-sentimientos?

En el purgatorio del pesimismo sociológico decimonónico diría que sí, se pretende darle vida a la sociedad después de la peste —la misma sociedad con otros miedos; la vieja normalidad con maquillaje nuevo— para quitarle la vida a lo más importante, para forjar la conciencia: las relaciones sociales cara a cara que son las autoras de la enculturación. Sin embargo, siempre es posible burlar la línea dominante de la historia.

El futuro tras la pandemia del coronavirus es nuestro patrimonio y, en ese sentido, se abre la posibilidad de construir uno que nos beneficie a todos, desde nuestra condición de ciudadanos que no se dejan vencer por el miedo al miedo y la culpa sin disculpas, lo cual forma parte del pensamiento crítico que tanto añora la sociología de la nostalgia.

Es inédito que sea un virus el que nos hace tener conciencia de que podemos ser constructores de la historia, en lugar de seguir siendo sus frágiles sufridores, esos tristes sufridores que, asediados por escatológicos fantasmas, no logran escapar del Medioevo de sus vidas inmensamente amargas.

Pensando en la crisis económica generada por la pandemia, recordamos que en 2008 vivimos una desaceleración social harto significativa, que hizo temblar al sistema. Esa crisis puso en evidencia, otra vez, que la pobreza no tiene límites porque el capital no tiene límites para explotar la mano de obra, real y virtual, y cuando no hay límites todo está destinado a reventar en la cara, haciendo inútiles los ajustes sociales parsonianos.

Justo en medio de la llamada sociedad de la información y capitalismo digital, un simple virus nos grita que somos radicalmente vulnerables, radicalmente frágiles cuando nos aislamos. En todas las crisis hay un máximo común divisor: la alucinación de no tener escapatoria de la realidad que vivimos. Estamos en el purgatorio que nos hará entrar a una nueva sociedad o nos hará regresar a la vieja de la que venimos, y en ese sentido es una coyuntura definitoria, para bien o para mal.

No es aventurado afirmar que la situación actual en el país puede equipararse a la de mediados de la década de los setenta. La crisis de la situación social, como la denomino, construyéndose con ideologías variadas hasta crear una crisis de la situación revolucionaria que significó el colapso formal de la dictadura militar y la apertura de una oportunidad para la utopía socialista tuvo su reacción: surgen los escuadrones de la muerte y el neonazismo partidario, a la par de la lucha guerrillera con arraigo popular.

Veinte años después, la historia le da la victoria a la reacción producto de un proceso de corrupción galopante y cooptación de las dirigencias revolucionarias, que instauran una larga coyuntura de revolución sin cambios revolucionarios y de dirigentes populares sin conciencia popular. En otras palabras, desde mediados de los años noventa se hizo realidad el sueño húmedo de las oligarquías: que sus partidos de derecha tuvieran un ala izquierda, en lugar de que los partidos de izquierda tuvieran su ala derecha.

En todo caso, la situación actual en lo que se considera los primeros pasos hacia afuera de la pandemia se combina con la coyuntura política que (como un deseado acto revolucionario) pretende ponerle fin a los partidos que fueron grandes en la guerra y en la posguerra, una posguerra que es necesario concluir para no terminar de socavar la memoria histórica, que acaba con las historias de las víctimas o las minimiza en leyendas y consignas inocuas.

Las preguntas son: ¿Cuál será el rumbo que tomará la historia del país?; ¿cómo saldremos de la cuarentena: con miedo al miedo o con ilusiones de cambio? La cuarentena demostró y mostró que todos necesitamos de todos más allá de la condición económica y demostró, además, que la solidaridad social no puede ser suplantada por lo digital.

¿La nueva normalidad del capitalismo digital es que todos se oculten tras las pantallas del teléfono y la computadora?, ¿podremos seguir siendo la sociedad de los abrazos y las relaciones piel a piel? Lo anterior hace pensar si estamos frente a una peligrosa metamorfosis de la condición humana y si las cuarentenas son un perverso ensayo de lo que nos espera: la extinción de los cuerpos-sentimientos.

Yo no concibo una sociedad oculta detrás de pantallas y mascarillas en la que las relaciones sociales sean solo virtuales y no nos podamos reunir, abrazar, besar, mirar o tomar un café tomados de las manos. La cuarta revolución industrial quiere convencernos de que los cuerpos-sentimientos no importan ni aportan, pero eso dividiría en “soledades individuales” a la sociedad y generaría un caos vital, ya que las personas no pueden ser reducidas a la condición de desolatus aliorum hominun; es decir que no pueden sobrevivir confinadas sin perder su humanidad.

Si se quiere evitar que el confinamiento sea la nueva normalidad, es necesario superar el miedo (a contagiarnos, a perder el empleo, a protestar, a amar al otro, a debatir con los otros) y negar la culpa que no se merece (al contagiar a otros) y es fundamental construir una cultura política democrática basada en el contacto real, lo cual implica tener la osadía de existir en los otros y junto a los otros como metáfora de lo colectivo para imaginar y crear otra sociedad que no caiga en la pueril creencia del mundo ideal como la de “El mundo feliz” de Aldous Huxley.

Desde la perspectiva sociológica, el confinamiento social, en tanto acto neurálgico de la pandemia, es el primer y más unánime experimento de control social del capitalismo digital que puja por ser el rey de todo de cara a terminar de “domar” o “domesticar” al espíritu humano (que se desboca en actos de protesta o de indignación activa) y darle una concreción imaginaria a la movilidad social que, en esas circunstancias, ni se movería de abajo hacia arriba, ni se movería del espacio geográfico que ocupa (la territorialidad del excluido), viéndolo como “la jaula de oro de las relaciones sociales a distancia”, situación ya revelada en los sugestivos planteamientos de Max Weber (… en “el espíritu del capitalismo”) y del Talcott Parsons enamorado de los ajustes sociales, siendo el más reciente y fulminante de esos ajustes el de las redes sociales como impostoras de las relaciones humanas. 

En ese sentido, el confinamiento social deliberado y toda “la nueva exclusión que genera” (quienes no tienen los recursos tecnológicos ni el dinero suficiente para lograr la conectividad serán excluidos de la educación, del trabajo, de la política) es la “nueva normalidad del capitalismo” que no es otra que la vieja normalidad con ropas nuevas y con nuevas expropiaciones: la casa será expropiada para convertirla en oficina; la casa será expropiada para convertirla en aula.